Domingo,
4 de Agosto, 8 de la mañana. Mi hija Claudia, Mª Angeles, mi mujer, mi primo
Francisco Javier y su kayak, y yo, estamos perfectamente empaquetados en dos
coches.
Ponemos
rumbo al espigón de la playa de la Misericordia.
Llegada
y desembarco, armamos el kayak. Tan solo hay dos o tres toldos y algunos
bañistas de edad avanzada.
Estoy
algo nervioso, va a ser mi bautizo en kayak. Tras ponerme el chaleco
salvavidas, me subo a la embarcación, con menos dificultad de la esperada.
Mi
primo se sube detrás y me da unas breves nociones de cómo se maneja el remo.
Cada
vez que meto el remo en el agua, freno o cambio la dirección del kayak, por lo
que decido dejar de remar y disfrutar de un agradable paseo en la mar.
Mi
primo, Francisco Javier, se afana con el remo para hacerse con el rumbo de la
embarcación. Tras varias vueltas sin avanzar y bajo la atenta mirada de los
pescadores del espigón, se hace con el control y vamos mar adentro.
Mi
mujer, desde el agua, ejecuta con el móvil un reportaje fotográfico del
momento, y mi hija Claudia se queda con Tani, nuestra perrita, en la arena de
la playa.
Inmersos
en la placentera travesía, nos percatamos de la progresiva afluencia de
domingueros. No se ven nuestras pertenencias, ni a Claudia, han colocado un
toldo delante, otro detrás, y otros muchos más a su alrededor.
Asistimos
perplejos a un intento de ahogamiento de una señora mayor en la orilla, los
nervios impedían poner los pies en la arena, y tras recomendarle que se pusiese
de pie la mujer dejó de gritar socorro y pudo comprobar que el agua le llegaba
por la cintura.
Se
suben al kayak mi mujer y mi hija, y sigue llegando gente a la playa.
Sentado
en la toalla rodeado de toldos, mesas y sillas plegables, neveras… y gente…
mucha gente. Se afanan en ocupar el mínimo hueco que va quedando en la playa,
en montar sus mega-estructuras playeras-domingueras. Unos, pacientemente,
hierro a hierro, con bolsas de tierra para los vientos, otros, con estructuras
desplegables más moderna, que con un solo clic rellenan el puzzle de toldos
rayados, verdes y azules, en que se ha convertido la playa.
Vienen
a por nosotros…una estructura roza nuestras cabezas y en un descuido,
disimuladamente, una señora empuja nuestros enseres depositados en la arena.
-
¡Pero señora!
-
Perdón, me creía
que no eran vuestro.
-
Un momentito
que ya nos vamos.
Nos
tenemos que dar prisa, pues la invasión dominguera apenas deja paso para sacar
el kayak del agua y de la playa. Si nos descuidamos tenemos que desembarcar en
las playas de Maro, por lo menos, porque en la parte de Gibraltar no está “el
horno pa bollos”.
Ya,
en el aparcamiento, mientras que cargamos el kayak, son varios los conductores
que nos preguntan:
-
¡Vais a salir!
-
Sí, pero vamos
a tardar un ratito.
-
¡No importa!
Mientras
espero fuera del coche la llegada de las piezas del kayak, no cesan de llegar
vehículos. Paran lo más cerca de la arena, un momentito, y descargan mesas,
sillas, neveras, toldos, sombrillas, suegras, niños, madres, cuñados, primos… y
se van a buscar aparcamiento.
Son
las once de la mañana, el sol comienza a calentar y el “desembarco de
Normandía” no cesa.
Nos
alejamos a toda velocidad, estoy deseoso de llegar a mi patio, buscar la
sombra, bañarme en mi Toi de 2,44
m . y saborear un bocata de jamón, tranquilamente.
Primo,
otra vez quedamos por la tarde-noche, y recuérdame:
¡Qué
no sea domingo!
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