El crepúsculo me ofrece un cielo
despejado. El día mengua y aparece la luna creciente. Un carrusel continuo y
ruidoso de vencejos vuelan de acá para allá. Una treintena de pájaros efectúan
piruetas, giros imposibles, vuelos circenses a toda velocidad, esquivando antenas y tejados, en apenas
setenta metros cuadrados, y milagrosamente no colisionan, a pesar del colapsado
tráfico aéreo.
Se apresuran para regurgitar la
última comida del día a sus crías, que esperan pacientemente en los huecos de
las tejas. Después, suben hasta dos mil metros de altura y a dormir. Estas aves
pueden pasar hasta nueve meses volando ininterrumpidamente, duermen, se
alimentan, incluso copulan en el aire.
La oscuridad y el silencio van
invadiendo el patio y las luces solares van prendiendo una tras otra, conforme
avanza la penumbra. Las salamanquesas emiten imperceptibles sonidos guturales,
y salen de sus escondrijos en busca de comida, escalando por las paredes
blancas, con nocturnidad y alevosía.
Llega la hora de los aviones “no
comunes”, pájaros de aceros, con sus innumerables variedades de subespecies:
Ryanair, Monarch, Iberia, Air Europa, Lufthansa, British Airways…
Vuelan muy alto, espaciados en el
tiempo, con rumbo y coordenadas fijas y con luces intermitentes. El ruido de
los motores, muy lejano y monótono, se instala por unos momentos en mis oídos.
La luna continua su paseo por el
cielo, ya no la veo. La oscuridad enfatiza el brillo de las estrellas, y para
mi satisfacción, reconozco a la Osa Mayor.
La noche es agradable, sin viento y fresca. Cierro los ojos, pero me cuesta
conciliar el sueño, han sido tantas visitas. Espero, ansiosamente, al amanecer
y al carrusel de vencejos, la algarabía de mi patio.
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